En el tiempo que hubo tanta violencia, los hombres que respetaban la vida, salían a los campos a su labor diaria. Esta consistía en limpiar los cafetales, quitar la maleza de los sembrados, ahuyentar las ardillas a punto de tiro de escopeta, y recoger lo necesario para llevar al hogar aquello que supliera las necesidades alimenticias como el plátano, la yuca, la arracacha; no solos, sino acompañados...
En la finca de mi primo Sebas había una gran producción de todas estas cosas y, año tras año, se recogía cosecha de maíz y café.
En su amplia casa de dos pisos había habitaciones espaciosas para recibir las visitas que llegaban de diferentes lugares y fincas aledañas, donde él tenía bastante familia. Sebas tenía solo una hija mujer, entre sus hijos. Ella era baja de estatura, pero de rostro agraciado, por lo que pudo casarse, pero se quedó acompañando a su padre para que no estuviera solo con sus hermanos. Era una hija muy especial, amable, y familiar. Tenía manos privilegiadas para preparar comidas famosas por su sazón y buen sabor.
Esto lo supo el reverendo del pueblo y, en una de sus famosas romerías, decidió que ese año la casa de Sebas recibiría su visita por tres o cuatro días. En ellos celebraría una misa cada día por las necesidades de los campesinos. Los congregaba, además, para recoger limosnas para las obras parroquiales empezadas y que no se habían podido terminar.
Este acontecimiento reunía los habitantes de las veredas cercanas. También se llevaban a cabo rifas, se quemaban voladores y, en aquella casa, se vendían cafecitos y chocolaticos con empanadas para hacer crecer la colecta pro templo.
Para ir a la casa de Sebas, las señoras sacaban los vestidos de gala, normalmente de color negro, café, o gris, adornados con blanco, rojo y amarillo; mantillas para cubrir sus cabezas, junto con camándulas y escapularios. Los señores sacaban el pantalón de paño y la camisa blanca con su cuello, planchado con almidón de yuca, que debía quedar blanco como la nieve y tieso como una tabla; acompañado de ruana, carriel y cotizas. Las niñas también lucían sus atuendos: vestidos de farolitos o repolludos, cinticas de colores en las trenzas y zapaticos de cualquier color. Los niños también tenían su estilo en los pantalones agarrados con cargaderas y camisitas blancas. Todos muy bien vestidos para la romería.
Al señor cura se le preparaban los alimentos con lo mejor que hubiera en la cocina, más o menos así: para comenzar, jugo de naranja. Luego, tinto. Después sí, el desayuno. El menú era chocolate con clavos y canela, arepa blanca asada en brasas, calentao, frijoles con arroz, carne frita o asada, patacones, chorizos o empanadas, con repetición de lo que él quisiera.
Al llegar el tercer día, para terminar la romería, todos llevaban la limosna y las contribuciones, ya fuera en especie o en dinero, para cerrar con broche de oro la presencia del señor cura o párroco de la población.
Por supuesto, que había allí un equipo de ayudantes y voluntarios para barrer, sacudir, tender las camas, esconder el desorden, espantar las gallinas, atender a los niños -sobre todo en las tardes-. Algunos se iban para sus casas, dependiendo de lo cerca que quedaban, mientras que los más lejanos buscaban asilo donde compadres, amigos o vecinos. Había que arreglárselas para poder estar en la romería.
El último día del evento, a las siete de la noche, se celebraban los oficios religiosos y al siguiente día se ofrecía desayuno a los asistentes con abundancia de comida; esto corría por cuenta de la finca asignada para este honor.
Aquel día, unieron las mesas, y a los lados los bancos de madera, para que los señores se sentaran con el señor cura y así cerrar con broche de oro el evento socio campesino religioso. Al frente del señor cura ocupaba la mesa Tanclé, el hijo mayor de Sebas, junto a su padre y un hermano. El desayuno se sirvió para todos en platos de peltre, con cuchara y tenedor para comer el rico bistec que había preparado Aurorita con todas sus colaboradoras.
Empezaron a degustar y, por supuesto, a tragar el delicioso desayuno. Todo estaba muy bien hasta que un pequeño incidente terminó con el desayuno de despedida. Tanclé, sentado a todo el frente del señor cura, enredó en su tenedor la apetitosa carne que tenía un gran nervio no tan blandito. Como él no sabía manejar los cubiertos, los puso a todos a sufrir, pues veían que la carne no se desprendía para tragarla. Tanclé, con esas ganas, tiró fuerte del tenedor, soltándose la carne que, volando, aterrizó en las gafas del señor cura. Este se levantó, lleno de susto, por el tiro de gracia y, al ver que no fue un balazo, soltó una carcajada que hizo que al joven Tanclé se le ruborizaran los cachetes y saliera del festín con la vergüenza más grande. La gente se rio con mucha gana, y despidieron al señor cura levantando la mano y diciendo: “la bendición padrecito”
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