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Foto del escritorDiana María Giraldo

Memorias de mi abuelo


Crecí cerca a mis abuelos maternos. Me quisieron y cuidaron con mucho amor. Esta son mis memorias de Pachito. Como la memoria es olvidadiza, selectiva y con una tremenda capacidad de edición, quisiera adelantarme un poco antes de que me lleguen los años, en los que tenga que hacerme una memoria de papel (como el Dr. Juvenal Urbino) y escribir sobre mis raíces. Estas son algunas historias breves sobre Francisco Jiménez Martínez, mi abuelo materno.


Mi abuelo fue un hombre con una historia difícil. Definitivamente, la infancia le marcó duramente. Vivió como hijo de colonizador antioqueño abriendo camino en medio de la cordillera. Siendo niño perdió a su mamá y esa fue su peor tragedia. Su orfandad fue  una cicatriz profunda y visible. Sentía que su existencia carecía de lo más importante que puede tener un niño: el amor y el cuidado incondicional de una mamá.  Esta pérdida significó para mi abuelo el abandono y la soledad en su expresión más amplia.  Recordó la ausencia de su madre hasta su vejez. Aún la lloraba, se lamentaba de su niñez, y anhelaba que su historia hubiera sido otra.


Huérfano y pobre. Dependía de la bondad de la gente para vivir. La pobreza fue dura, y siempre se sintió no merecedor de nada, con miedo a conseguir cualquier peso, y con terror a perderlo. Aprendió el oficio de la zapatería, que pocos ingresos le generaba, pues vivía en un pueblo donde los zapatos no eran artículos de primera necesidad. Dependía de los encargos que uno que otro campesino le hacían. Se casó de veintiuna años, y para los treinta ya tenía siete niños, uno tras otro. Se sentía impotente con esta obligación, y con la amargura a cuestas, le recordaba a su familia su miseria. Se comparaba con los ricos del pueblo, y el sentimiento de ser poca cosa, le siguió toda la vida, y ni siquiera la oportunidad de vivir en los Estados Unidos, cambió su perspectiva.


Huérfano, pobre y víctima de la violencia que ha azotado por décadas el campo colombiano. Contaba mi mamá que un árbol de Yarumo - de hojas grandes, cuya copa da la impresión de aves sentadas en sus ramas- le salvó la vida en una de esas persecuciones.  Siendo un niño de diez años, miró  de frente el horror de la guerra y la muerte. Una noche, en uno de esos enfrentamientos, mi abuelo no tuvo otra opción, que subirse allí y pasó toda la noche encaramado en las ramas, esperando que amaneciera y se apaciguara la sed de sangre de los violentos.


A pesar de todo este dolor, mi abuelo fue un hombre que honró a su familia, no abandonó a mi abuela, sino que con valor asumió su condición de esposo y padre  hasta el final. Trabajó como zapatero y ese fue el oficio que le enseñó a sus hijos. Su forma de ser combinaba el humor con amargura. Y siempre, tenía una historia (como mi mamá, como yo) para contar. Lo que se hereda no se hurta.




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