La conocí en un hospital. Tenía 94 años y una vitalidad única. No sabía por qué la habían hospitalizado. A ella no le gustaba hacer preguntas.
Me contó su historia mientras cenaba. Era de un pueblito antioqueño, clavado en las montañas, de una vereda perdida en la cordillera.
Allí, su mamá era la encargada de organizar a los muertos. Una mañana, hace muchos años, llegó don José Obdulio con su muerta, para que la señora la preparará para su viaje final. Mientras la doña la bañaba y la vestía, don José le echaba el ojo a la joven Yolanda. Y un año después de enterrar a su esposa, se estaba casando con ella.
Ella se casó muy enamorada, a pesar de la amplia diferencia de edad. Le dio a su esposo cinco hijos, pero él una tarde la dejó y se fue a acompañar a su viuda, al otro mundo.
Yolanda siguió adelante. Trabajaba en la molienda empacando panela. Así sacó a sus hijos adelante. Cuando le pregunté por qué no se había casado de nuevo, riendo me respondió: “Vea usted, mi esposo fue un hombre bueno. Cuando murió yo pensé ¿Será que puedo conseguir un buen hombre por segunda vez? Y pensándolo bien entendí que no, que hombres justos hay muy pocos y hombres malos hay por montones. Así que, ante la posibilidad de dar con un mal hombre, me quedé sola, y aquí estoy”.
De esta forma práctica y sencilla decidió quedarse viuda el resto de su vida y gastar su vida en aquellos hijos, que fueron su grata compañía.
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