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Foto del escritorDiana María Giraldo

La abuela de mi adolescencia


Para el 83 nos mudamos de nuevo a la casa de la abuela. Vivimos allí hasta los seis años, y regresamos cuando yo tenía doce. Gracielita para este tiempo iba y venía de los Estados Unidos. Yo estaba iniciando la adolescencia, y la visión de mi familia, sus problemas y mi propia historia dejaban de ser una novela rosa para ser una visión critica de todo lo que había pasado.


Empecé mi bachillerato en medio de muchos conflictos entre mis padres, y entre ellos y mi abuela. Ella vivía en la USA y “ojos que no ven, corazón que no siente”. Quizás le llegaban comentarios de la mala vida que mi papá le daba a mi mamá, y poco a poco creció su fastidio por mi papá. La situación económica era muy regular. No recuerdo muy bien como sucedió, pero en algún momento de mi bachillerato, mi abuela se encargó de pagar la mensualidad de mi colegio. La decisión de mi mamá era que estudiáramos en colegios particulares donde a pesar de que los gastos eran altos, la educación era muy buena, y no estaban afectados por los continuos paros de las instituciones educativas del gobierno.


Así estudie en colegio particular respaldada por Chelita, y por mi mamá que trabajaba para cubrirme los gastos de la ruta escolar. La niñita era sostenida por estas dos mujeres: Graciela y Marina. En este momento no sabía aún que mi papá no era mi papá.


Fue en un amanecer del año 85 que me enteré de este secreto, guardado celosamente por mi mamá. La pelea había sido fuerte en todos los sentidos: las palabras, el tono, los golpes, las ofensas. Esto era frecuente los fines de semana. En esos momentos, en que arreciaba la discusión y yo defendía a mi mamá, mi papá me gritaba “la sangre llama” y lo dijo tantas veces, y yo la había escuchado tanto y no entendía lo que significaba.


Esa madrugada, una vez que la policía se había ido, llevándose a mi papá, me quede rendida sentada con mi mamá en la sala, llorando por esas horas tenaces de peleas que se repetían y que no tenían fin. Pero no hay nada oculto que no se haya de revelar, y bueno entendí que el señor al que siempre le había dicho papi, apá, pa´ no era mi papá. Mi mamá llorando, me respondió la pregunta: “si mija él no es su papá.”


Este secreto mortificaba a mi abuela, y una de sus diferencias con mi mamá (entre otras muchas) era que no me dijera las cosas. Ella que me quería celosamente, con pesar también y con amor por supuesto; no podía aceptar que su nieta no supiera esta verdad.  Todos en la familia materna sabían, pero la niña no tenía idea del asunto.


Con todo lo difícil que fue la situación, la confesión de mi mamá se adelantó a la de mi abuela, que había planeado un viaje con el propósito de aclararle las cosas a su nieta. Así tuvimos esta conversación mi abuela y yo. Me contó su versión de los hechos, sus luchas en la relación con mi mamá, sus desacuerdos con mi papa adoptivo – al que le agradecía el cariño, pero todo en su lugar – y el amor común que los unía por mí.


Cuando ella venía de visita yo la atendía, le tomaba el pelo, me sentaba en sus piernas, la acompañaba al Hueco, en el centro de Medellín a comprar sus cosas, yo la disfrutaba.  Me abría a la brava un lugar en el carro, para llevarla al aeropuerto y lloraba un rato su ausencia. Regresaba a la ciudad de la Gran Manzana, la de la Estatua de la Libertad y allí era por un tiempo libre de los dolores de la familia en Colombia, y sufría de otra manera los malestares de sus otros hijos.


Difícil ser mama, y no sentir las luchas de quienes se ama, y ella conocía por intuición, deducción e información todo aquello que sucedía con su prole. Era una matrona antioqueña. Ella quería aconsejar y dirigir la vida de los suyos. Tenía sus planes conmigo, sus sueños que me compartió más de una vez. Quería que me fuera a vivir con ella a los Estados Unidos, que me enamorara de un buen hombre, que trabajara, que fuera una mujer virtuosa, y quizás que siguiera estudiando una vez terminara mi bachillerato.


Mi adolescencia no la convencía mucho, y hacía comentarios a mi mamá para que ajustara las riendas de las niñas, que a su juicio eran un poco libres. Le costaba entender la música, la ropa, el estilo, la forma de sentir y entender la vida, las ansias de libertad de esta nueva generación.


Yo lidiaba con esas críticas, manteniendo mi disposición para agradarla y así evitar sus comentarios. Cuando llegaba de los EU, se bajaba del carro y antes de entrar a la casa decía en voz alta “Paz, paz, paz” Era su forma de conjurar los desacuerdos, los malos ratos, las heridas que no sanaban y que con cualquier comentario se volvían a abrir.  Su estancia era por un mes, más de ahí no la prolongaba porque su vida transcurría en Nueva York: mi abuelo, los hijos, el trabajo, los amigos, sus importancias estaban allí.


Claro, estar en su casa era revivir los desacuerdos con sus hijos, ver el rumbo que habían tomado sus vidas y familias, y entender que nada de eso se parecía en lo más mínimo a lo que ella hubiera querido que pasara.


Cuando se armaba la pelea (generalmente con mi mamá, más que con los otros hijos) me pedía que llamara a Avianca para reservar el vuelo de regreso. Junto con esto me pedía que le ayudara a arreglar las maletas y eso era la hora llegada. El ambiente tenso cubría toda la casa, y se solucionaba entre lágrimas y perdones. A mi abuela le costaba asumir esos conflictos sin victimizarse, sin manipular.  Esta forma comunicación victimista la vi en ella, en mi mamá, en mí. Lo que se hereda no se hurta.


Decidí a los diez y ocho que no me iría a los EU. Se lo dije y creo que eso le causó una gran decepción Intuía que vivir con ella sería un problema continuo y una renuncia a mi libertad de ser y de creer.  La vida me tenía preparada otras cosas, y bueno, así dije adiós a esta oportunidad de tener visa americana. Me quedé en Colombia y asumí otros retos.


Chelita bella, de mi corazón, gracias por todo lo que en la distancia de los años y de tu ausencia aun me enseñas.


Decisiones determinan destinos y el mío, no estaba en Norteamérica; por ahora.






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