Lola era una mujer bella, llena de ideas, inteligente y de mente amplia. Cada día luchaba contra la pobreza que la perseguía, sin darle tregua. Siempre tenía ideas sobre cosas para vender, y algunas las sacaba adelante, sobre todo porque la necesidad apremiaba.
En un tiempo preparó empanadas y buñuelos para vender en una tienda que atendía desde las
cinco de las mañana, a los taxistas. Con frecuencia montaba rifas de artículos finos, y vendía las
boletas entre diez. En otro momento colocó una venta de helados, que quebró por el hambre de
sus hijos –que se comían el capital y la ganancia–.
Era buena para los negocios, y ponía a trabajar hasta a las amigas más cercanas: aretes, pulseras, collares, perfumes, y toda clase de accesorios. Tenía un cuaderno en el que registraba sus deudores con fechas, abonos y saldos pendientes.
Un día de aquellos, vio un local en la Avenida San Juan con la Calle de Las Américas, y pensó que allí funcionaría muy bien un restaurante donde se vendieran frijoles con chicharrón, pezuña, garra, y otros los derivados del cerdo.
Siempre que pasaba y veía el local; pensaba, decía y soñaba lo mismo: un restaurante que
vendiera frijoles. Así pasaron los años, y Lola siempre vio lo mismo y deseó lo mismo.
Ahora cuando Lola pasa, ve en esa esquina un gran restaurante. Siempre con comensales que
hacen fila para entrar. Su especialidad, los frijoles. Dicen que sus dueños son de apellido
Rodríguez, y les va muy bien.
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